Hace algunos días que el Océano y yo nos dignamos a conversar. Es un poco egocéntrico por mi parte hacer creer que el mar, azul, gris, diluviante, feroz, me escucha o le interesa en algún punto mi compañía. Sí, lo sé. Probablemente es una mentira, pero no importa, ¿Qué más puede importar? Aristóteles lo llamaba Catarsis, pero no es más que simple locura.
Avanzo, o no lo hago, junto a la orilla. Hay rocas, vegetación salvaje, hay monte, hay flores, hay verde. No existe lo estéril, no existe la ausencia de vida junto a Las Olas. Es un concepto hermoso, muy intenso. Tal vez, sueño, si permanezco ahí, aquí, frente al él durante el resto de mi existencia, ésta que perece a cada segundo, yo también pueda ser eterna y mi finitud no llegará jamás. Por unos momentos, puedo sonreír a la nada y empaparme de la bilis de los pensamientos irreales, aquellos que me gusta pensar que gozan de la posibilidad de ser. Si durante un puñado de segundos, mis segundos, no existe mi muerte, entonces valdrá la pena.
No soy alguien feliz, pero me gustaría presumir de serlo. Mi mente es machacada por petróleo de pensamientos tóxicos, fehacientes, que no me abandonan, y me impiden crecer como ser humano, como persona o como mujer. Aletargada, hundo las manos en los bolsillos y me regodeo en mi propia angustia y en mi soledad. A mi alrededor no hay nadie. Solo Las Olas, a cada hora del día más imponentes. Son imparables. Golpean las rocas y se elevan como queriendo alcanzar el cielo, que nunca alcanzarán, pero no dejan de intentarlo. Ojalá yo misma tuviera ese tesón, esa constancia, esa lucha que tienen ellas. Son tan bellas, son tan hermosas, que hieren mis retinas, que hieren mis oídos, que cristalizan mis lágrimas con su brisa helada.
Abandonar esa orilla me mata cada día. Subir al coche y conducir, con la radio apagada, por una ciudad gris que me engulle y me contamina con su rutina, sus obligaciones y su fealdad agotadora. El semáforo y las bocinas. El sueño se apodera de mi y ya no soy capaz de moverme ni de pensar. Entro en un supermercado y compro pan y una botella de agua. Solo soy una sombra de lo que fui, si alguna vez fui algo. No quisiera perderme otra vez, pero a lo mejor nunca me he encontrado.
Al día siguiente regreso. Y al siguiente, y al siguiente. Y, tal vez, de noche, me quede ahí también.
El Océano es incluso más hermoso cuando las estrellas gobiernan, pero si la luna no es intensa, apenas puedo vislumbrar nada en el horizonte y solo hay oscuridad. Es la oscuridad más densa y aterradora que he presenciado jamás. Entra por mi nariz e impregna mis pulmones. Me hago pesada. Peso yo. Mi corazón. Mi existencia. Son momentos extraños y pienso que la muerte debe de ser parecida. Después recuerdo que ahí soy eterna y no tengo miedo.
Avanzo, o no lo hago, junto a la orilla. Hay rocas, vegetación salvaje, hay monte, hay flores, hay verde. No existe lo estéril, no existe la ausencia de vida junto a Las Olas. Es un concepto hermoso, muy intenso. Tal vez, sueño, si permanezco ahí, aquí, frente al él durante el resto de mi existencia, ésta que perece a cada segundo, yo también pueda ser eterna y mi finitud no llegará jamás. Por unos momentos, puedo sonreír a la nada y empaparme de la bilis de los pensamientos irreales, aquellos que me gusta pensar que gozan de la posibilidad de ser. Si durante un puñado de segundos, mis segundos, no existe mi muerte, entonces valdrá la pena.
No soy alguien feliz, pero me gustaría presumir de serlo. Mi mente es machacada por petróleo de pensamientos tóxicos, fehacientes, que no me abandonan, y me impiden crecer como ser humano, como persona o como mujer. Aletargada, hundo las manos en los bolsillos y me regodeo en mi propia angustia y en mi soledad. A mi alrededor no hay nadie. Solo Las Olas, a cada hora del día más imponentes. Son imparables. Golpean las rocas y se elevan como queriendo alcanzar el cielo, que nunca alcanzarán, pero no dejan de intentarlo. Ojalá yo misma tuviera ese tesón, esa constancia, esa lucha que tienen ellas. Son tan bellas, son tan hermosas, que hieren mis retinas, que hieren mis oídos, que cristalizan mis lágrimas con su brisa helada.
Abandonar esa orilla me mata cada día. Subir al coche y conducir, con la radio apagada, por una ciudad gris que me engulle y me contamina con su rutina, sus obligaciones y su fealdad agotadora. El semáforo y las bocinas. El sueño se apodera de mi y ya no soy capaz de moverme ni de pensar. Entro en un supermercado y compro pan y una botella de agua. Solo soy una sombra de lo que fui, si alguna vez fui algo. No quisiera perderme otra vez, pero a lo mejor nunca me he encontrado.
Al día siguiente regreso. Y al siguiente, y al siguiente. Y, tal vez, de noche, me quede ahí también.
El Océano es incluso más hermoso cuando las estrellas gobiernan, pero si la luna no es intensa, apenas puedo vislumbrar nada en el horizonte y solo hay oscuridad. Es la oscuridad más densa y aterradora que he presenciado jamás. Entra por mi nariz e impregna mis pulmones. Me hago pesada. Peso yo. Mi corazón. Mi existencia. Son momentos extraños y pienso que la muerte debe de ser parecida. Después recuerdo que ahí soy eterna y no tengo miedo.
Inspirado en Virginia Woolf
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