"...Balbuceas frágil, como un hielo que tiembla y que se derrite, pero dejando constancia de su helada presencia. Una helada presencia que está congelando mi interior, lo está acuchillando. Ahora, en este instante, mientras pretendo respirar, me traspasas como cien mil dagas de hielo. O de fuego. De fuego penetrante, aquel que convierte algo en cenizas. Aquel que convierte el bosque, la naturaleza, el papel, el cartón, la carne, la vida, en cenizas. Las cenizas son grises, polvorientas, secas, feas, tétricas. Significan polvo, significan nada. Son sinónimo de muerte. No, solo a veces, dirías tú. Tu anterior optimismo me encantaba, ahora lo detesto. Y detesto, odio, que sonrías de tal manera, cómo si te estuvieras burlando de mí. Burlándote de mí. Yo sufro, yo agonizo, yo lloro, yo grito y tú sonríes. Tú sigues siendo feliz. ¿Te harás una idea de lo insignificante que me siento yo ahora? Lo soy, mi vida, mi existencia, mi yo, los días que lleno, los días que vacío, las noches oscuras, son mis noches oscuras. Cómo odio el ruido de tus pasos recorriendo esta habitación, siento que alimenta mi locura, siento que crece en mí una enajenación putrefacta. Odio esta rabia ardiendo en mis venas, odio esta ira que puedo masticar y que abrasa mi garganta como si de ácido se tratase. Noto que llega a mi corazón, mi corazón (el figurado o el real) duele con tal intensidad que siento desfallecer. Caigo, caigo al suelo, sobre mis rodillas que chocan contra la dura y fría plaqueta de un color incierto. Y suelto un gemido infantil, porque ni siquiera tengo fuerzas para expresarme ya. Muere mi interior, mi esencia, poco a poco. Te vuelves para mirarme, yo apenas me atrevo a levantar la mirada inerte y se cruza con la tuya. Tus ojos expresan compasión a la vez que asco, y me siento todavía más patética, y eso me destroza. Me destroza hasta unos límites que difícilmente podría describirte, difícilmente podría explicar a nadie.
Tú estás ahí arriba, con los brazos muertos a ambos lados de tu tembloroso cuerpo. Tiemblas como una hoja en una fina rama a punto de romperse, a pesar de que no sople el viento, a pesar de que brille el Sol. Permaneces ahí sin mirarme, permaneces ahí mirándome. Como si miraras al horizonte, como si miraras al vacío, como si miraras a la nada. Mueves los labios pero de ti no salen palabras. Tal vez mueran antes de nacer, es posible, a veces ocurre. Pues la muerte está ligada a la vida, la muerte es la vida, la vida finita, efímera, que camina hacia su final desde su inicio. La paradoja de la insignificancia de nuestra existencia, de la que pretendemos alardear. Tú siempre sonreías a la vida, siempre te parecía hermosa. Y mi pesimismo te irritaba. Mi pesimismo te irritaba del mismo modo que a mí me embelesaban tus fuerzas y tus ganas. Ni te puedes imaginar todo lo que siento por ti, ni te puedes ni imaginar todo lo que te quiero. No lo rompas, por favor, no lo rompas. No lo rompas. No me rompas. No nos rompas. Ahora tus ojos están acuosos. Tu hermosura femenina me traspasa de nuevo, tu fragilidad femenina me atrae tan poderosamente que me está rasgando. Me rompo en ínfimos pedacitos y no sé a dónde se van. Tampoco hago el esfuerzo de sujetarlos. Me evaporo entre toda esta vorágine y solo siento dolor. Me abrazo a mí misma mientras rompo a llorar con una intensidad que desconocía. Te arrodillas ante mí. No, te arrodillas junto a mí. Y nuestros cabellos se entrelazan, y nuestro aroma se vuelve uno sólo. Por un momento esa unión es real, y nuestro latido es único. Pero tú sacudes la cabeza. Noto tu fina mano sobre mi huesudo hombro, jadeas, pero con serenidad.
“Lo siento, lo siento, tengo que irme”, balbuceas. Y yo ya no quiero escucharte. Te miro y el mundo se detiene en ese instante. Luego te incorporas, me rozas el cabello enmarañado y escucho tus pasos al irse. Tus pasos que resuenan en esa sala, en esa habitación, en esa estancia. Tus pasos que resuenan en mi mente, en mi corazón. Me hago un ovillo en el suelo, un ovillo que permanece inerte. Las horas se congelan por el hielo que has dejado aquí. No quiero que ese tiempo exista, pero no puedo destruirlo. Ni tampoco puedo morir, ni tampoco no existir. Me pregunto con dulce melancolía cómo podré seguir después de esto, después de tu abandono, de tu huida. Me pregunto cómo podré soportar el odiarte en lugar de amarte. Me pregunto cómo podré soportar que tan solo seas olvido, cómo apartarte de mi gris y roto presente…”