Cuando era niña solía decirle a mi madre que mi sueño era ser escritora. Lo decía por la boca pequeña, con ese tono de voz agudo propio de una cría insegura, que se retorcía los dedos en los cabellos y bajaba la mirada cuando se sentía observada. "Escritora".
Siempre fui escritora, desde que aprendí a empuñar un lápiz, o desde que leía a escondidas bajo las sábanas hasta altas horas de la noche. Cuando prefería enfrascarme escribiendo durante las largas tardes veraniegas en lugar de ir a la playa. Cuando, en la soledad, jamás me sentía sola. Entonces, con el tiempo, y con las letras, fui siendo consciente de una impactante realidad: no deseaba ser escritora, deseaba ser una escritora a la que alguien leyese.
En mi ego literario más puro, siempre me torturó la idea de no llegar a nadie. Aunque siempre sentí vergüenza, pavor, tímidez y miedo a la hora de dejar que se vieran mis escritos, también era una necesidad. ¡Qué dualidad más dolorosa! En más de una ocasión, en más de cien también, lloré amargamente por el terror al olvido. Siempre he puesto parte de mi alma en cada página, sería terrible pensar que a nadie llegaría ese pedazo de mí.
Pero la vida fluye. Todo lo hace. Como ese viento que baila entre la espesura, como si de un instrumento se tratase.
Y Marafariña voló.
Voló de mi, y se fue a otros mundos. Yo no me resignaba a dejarla marchar, no me resignaba a verla irse entre mis dedos. El corazón latía dolorosamente, y yo sólo podía pensar en ese paraíso perdido. La impaciencia da paso a la desesperación. Y la desesperación detiene el tiempo.
Hace un año que envíe mi primera obra a navegar por los mares literarios, como un velero a su suerte. Hace un año que, puedo decir, me convertí en una escritora leída por un pequeño gran grupo de lectores que son, maravillosos, que me arroparon y confiaron en mí. Hace un año que empecé a recibir e-mails en los que se me dedicaban palabras más cálidas que el verano, que empezaron a nacer opiniones de la novela, algunas buenas, otras no tanto... pero opiniones, a fin y al cabo, que la mantuvieron (y mantienen) viva.
Un año.
Intenso e inolvidable.
Ahora toca, tal vez, cerrar esta etapa. O dejarla hacer. Ahora toca embarcarse en otros proyectos, otras metas. Marafariña comienza a desdibujarse como un telón de fondo, que dejó atrás con poética melancolía. Aunque, en realidad, nunca seré capaz de abandonarla.
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